Ella

Desde el momento de nacer, existe en nuestro interior el salvaje impulso de que nuestra alma gobierne nuestra vida, pues la comprensión de que es capaz el ego es bastante limitada.

Clarissa Pinkola

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Un gran salón de baile. Un majestuoso candelabro con cientos de luces centelleantes girando sobre un mar de máscaras. Una escalinata que desciende desde un balcón perfumado con guirnaldas multicolores, el puente entre arriba y abajo: la pista de baile.

Tal es la escena: un mar de máscaras danzando al vaivén de las ondas que produce el sonido de una melodía envolvente:

Tarara rará… Tará, tará… Tarara rará… Tará, tará… Tarara rará… Tarararará, tarará, tará, tará, tarán.

Pausa. Giro. Y todos empiezan de nuevo: embeleso, cadencia, gozo. Roce de manos, cinturas, pechos. Alientos que se encuentran, miradas que se desvían, palabras que se exhalan. Rostros que se ocultan tras las mácaras, riendo tras muecas de dolor o llorando tras sonrisas pintadas. Algunos ocultando otras máscaras…

Todos se dejan mecer por el mesmerismo del tarará. Un exquisito vaivén hipnotizante que provoca el movimiento armonioso de los cuerpos. Tal es el arrobamiento que nadie se percata de la figura que se presenta en el balcón y comienza a dirigirse hacia la escalinata.

Altiva, imponente y casi etérea. Parece que no camina sino que se desliza. Mientras baja por las escaleras su tamaño aumenta. Surreal presencia que comienza a cambiar la atmósfera del lugar. Todo: el salón, la danza, la luz centelleante, queda envuelto por un silencio que se puede tocar, que se siente como un velo traslúcido, hecho de polvo de estrellas, que ha descendido sobre el lugar y lo va cubriendo todo a cada paso que ella da. Nadie la ve. Pero ella me mira desde la oscuridad que tiene por rostro. No veo sus ojos pero sé que me está mirando. Lleva un vestido largo con capucha y una guadaña en la mano. La reconozco como de algún lejano sueño. O de algún reciente despertar…

Pienso que a lo mejor debiera temerle pero lo único que me transmite su presencia es paz. Una paz que no es de este mundo… Me pone en una especie de trance en el que no puedo pestañear, moverme ni pensar. Paz en los huesos, en la piel, en la memoria… Entablamos un diálogo sin palabras y siento que me acaricia sin tocarme: su sola proximidad es un toque sutil que me recorre el alma. Y entonces creo que he comprendido su mensaje: Ella está siempre. Siempre presente tras ese velo… Por eso me es tan familiar y podemos hablar de esta manera tan elocuente…

Aunque nadie más parece haber notado su presencia, ella es la dueña del instante, del lugar y de la música. Es ella, la Sagrada Madre que pasea con paso leve en medio del carnaval del mundo. Ella, la Santa y Amorosa Madre que todo lo abarca y que es capaz de detener el tiempo, me mira por dentro y por fuera mientras se aproxima sigilosamente con el susurro de las eras a sus espaldas. Sabe todos mis secretos. Ha visto cada uno de mis pasos. No hay misterio en mí para ella y, por un instante, yo también he sentido que la conozco. Ah… -le digo con absoluta reverencia. Has sido tú, todo este tiempo…

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